Sábado Santo

February 24, 2016

“Ambos tomaron el cuerpo de Jesús y, conforme a la costumbre judía de dar sepultura, lo envolvieron en vendas con las especias aromáticas. En el lugar donde crucificaron a Jesús había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que todavía no se había sepultado a nadie. Como era el día judío de la preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús”. (Juan 19:40-42)

Sábado Santo. Una pausa. Un espacio entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección. Una tumba ocupada y, excepto por el guardia, un huerto vacío. Tranquilo. Callado. No le prestamos mucha atención al Sábado Santo; excepto por el hecho de ser nuestro día de preparación para el Domingo de Resurrección. El grupo de jóvenes debe prepararse para el desayuno del Domingo de Resurrección. Los servidores del altar están ocupados arreglando lirios y preparando el altar. Las tiendas de comestibles están repletas. Los huevos ya han sido teñidos. Estamos ocupados y a la expectativa. Hasta la Vigilia Pascual de la noche del Sábado Santo espera y proclama la resurrección.

Nosotros, por supuesto, vivimos después del primer Domingo de Resurrección. Sabemos cómo termina la historia, y no sería natural pasar el Sábado Santo como si no supiéramos de la resurrección. Pero se nos concede este día santo para hacer una pausa. Se nos da este espacio santo para afligirnos, estar vacíos, para darnos cuenta de que la vida, tal como la conocemos, se terminó. Esto es sumamente incómodo en nuestra cultura. Lo vemos en las noticias cuando la gente comienza a hablar de cierre emocional inmediatamente después de una tragedia. Esto puede ser un intento bien intencionado de aliviar el dolor, pero no sana. Es peligroso moverse muy rápido de la aflicción. Es importante resistir las ganas de guiar al afligido hacia el “cierre”.

La aflicción por Sandy Hook, Mother Emmanuel, Katrina, San Bernardino y otras tragedias no puede ser apurada. Ninguno de los Viernes Santos de nuestras vidas puede ser apurado. La resurrección sucedió después de una muerte real. La crucifixión no fue una metáfora. Un corazón dejó de latir. Él dio su último suspiro. Un hijo murió. Hay madres en Siria y en El Salvador y al sur de Chicago que están paradas ante la cruz.

Pero el sábado santo es más que el espacio necesario y santo para enfrentar la muerte sin negación y afligirse sin la anestesia mitigante del sentimentalismo. Algo mucho más profundo está sucediendo. Es una invitación a aceptar que la vida, tal como la conocemos, se acabó. Todos nuestros planes, toda nuestra terquedad, todas nuestras intenciones, aun nuestras buenas intenciones se terminaron.

El Sábado Santo se nos invita a desprendernos de nuestra vida y entrar a la tumba. Nuestro esfuerzo y rectitud, lo mismo que nuestro pecado, nos atan. Nuestro esfuerzo por salvar nuestras vidas nos ata. Esto es cierto tanto para la iglesia como para cada miembro.

Estoy agradecida por la fiel innovación y el duro trabajo de nuestra gente y nuestras congregaciones. No estoy tan alejada del ministerio parroquial como para no recordar las luchas al igual que las alegrías. Hay algo noble y admirable en los santos que vienen semana tras semana, año tras año, a escuchar y recibir el evangelio y, como respuesta a la gracia, a participar en la obra reconciliadora de Dios en el mundo. Pero llega el momento de tomar en serio la enseñanza de Jesús: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará”. (Mateo 16:25)

El día entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección puede ser visto como desolado, un vacío, algo que debe ser resistido a toda costa, algo que debe ser llenado. Es la misma reacción que muchos en nuestra cultura deben silenciar. Es como si el sonido y la actividad probaran que aún existimos. Pero creo que el espacio entre la crucifixión y la resurrección—realmente aterrador y realmente compasivo—nos hace señas para que vayamos de nuestra vida a la vida en Cristo. Después de todo, no fueron toda la bulla y los fuegos artificiales que atrajeron la atención de Elías, sino el sonido del puro silencio. (I Reyes 19:11-13)

Cuando nos desprendemos de nuestra vida y entramos a la tumba, cuando hay silencio en todo nuestro alrededor, entonces vemos que Jesús ya está allí antes que nosotros, esperándonos, alentándonos a que nos quedemos quietos y muramos en él y encontremos nuestra vida en él. Descansa, querida iglesia.

 

Un mensaje mensual de la obispo presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Su dirección de correo electrónico: bishop@elca.org.

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