El camino de vuelta a nuestro centro

April 6, 2022

El asedio de Jerusalén terminó con la destrucción de la ciudad, sus murallas y el templo de Salomón. Muchos murieron de hambre durante el asedio. Los babilonios, bajo la dirección del rey Nabucodonosor II, llevaron brutalmente a la población de Jerusalén al exilio en Babilonia.

Judá vivió en el exilio durante tres generaciones. Babilonia era poderosa. Babilonia era rica. Y Babilonia era cruel. En el Salmo 137:1-3 escuchamos: “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos, y llorábamos al acordarnos de Sión. En los álamos que había en la ciudad colgábamos nuestras arpas. Allí, los que nos tenían cautivos nos pedían que entonáramos canciones; nuestros opresores nos pedían estar alegres; nos decían: ‘¡Cántennos un cántico de Sión!’”

Con el templo y Jerusalén destruidos, la identidad del pueblo de Dios fue sacudida. ¿Quiénes eran ahora? ¿Dónde estaba el Señor ahora? Esto era más que una crisis política, militar o económica. Esto era una crisis existencial.

Los profetas Isaías, Jeremías y Ezequiel asumieron esto de frente. Este exilio no se trataba de la falta de fidelidad del Señor. Por el contrario, era una demostración de la fidelidad inquebrantable, la compasión y el intenso amor del Señor. El pueblo y el liderazgo de Judá habían confiado en su propia fuerza, lejos de depender del Señor, como lo hace con demasiada frecuencia la humanidad, con terribles consecuencias.

Así que allí, en Babilonia, el pueblo se forjó una vida para sí mismo mientras permanecía fiel y se resistía a la asimilación. La Torá, la palabra viva del Señor, los mantuvo unidos. Los profetas, a través del castigo y el consuelo, dieron esperanza. Y me imagino que a menudo pensaban en el hogar: la belleza de Jerusalén y la majestuosidad del templo.

Mis primos y yo pasamos buena parte de nuestra infancia con mis abuelos maternos. Ambos eran inmigrantes de Transilvania y, con duro trabajo construyeron una vida, criaron una familia y fundaron la distribuidora de cerveza de nuestra familia. La casa de nuestros abuelos parecía palaciega. El techo de la sala tenía dos pisos de altura, y cada año había el árbol de Navidad más espectacular. Con frecuencia repaso cada rincón de esa casa en mi memoria, y la extraño. Hace unos años tuve un shock cuando pasé por esa casa y vi lo pequeña que era.

De vuelta a Babilonia. Un nuevo poder surgió en la región. Ciro, rey de Persia, derrotó a Babilonia y decretó que el pueblo de Judá debía regresar a casa y reconstruir los muros de Jerusalén. Nehemías hace el relato. En 52 días, resistiendo los violentos complots de los enemigos, las murallas fueron reconstruidas. Y entonces el pueblo se reunió para escuchar la Torá.

Me sorprendió escuchar que lloraban. ¿Por qué? Algunos dicen que al escuchar la Torá se sintieron afligidos por su desobediencia. Creo que es mucho más que eso. No todos regresaron a Jerusalén. La ciudad que recordaban estaba destruida. Ya no era grandiosa. Estaban completamente exhaustos por haber reparado los muros. Había agotamiento, alivio, dolor y esperanza. Sus largos años en el exilio imaginando el regreso a Jerusalén no concordaban con la realidad.

Llevamos dos años en esta pandemia. Hemos estado añorando los “tiempos anteriores” que en nuestra imaginación parecen tan mágicos como la casa de mis abuelos. El regreso a un mundo pospandémico, como el regreso de la circulación, es inicialmente doloroso. Tendremos que reconstruir las estructuras necesarias para una sociedad sana: compasión, respeto, sacrificio por el bien común, celebración de la diversidad, justicia.

Y necesitaremos la palabra del Señor; la Palabra que nos llama de vuelta a nuestro centro, que es el amor inquebrantable de Dios, la ley y el evangelio, el juicio y la promesa. Lloraremos de agotamiento, alivio, dolor y esperanza. Y allí, atraídos por Dios, que es nuestro centro, nos encontraremos nuevamente unos a otros.

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